29 abril 2007

HUELLA


Se quedaron las huellas
dibujando caminos sobre la piel de piedra,
senderos invisibles
en fingidos jardines de baldosas,
el eco de un tacón, la silueta
de sombras en la sombra de la noche,
allí donde moría
el polvo y la ceniza de mil cuerpos
extraños a sí mismos entre extraños.

Cuando regreso
a la senda que antaño fuera nuestra
en la frágil burbuja de unas horas
entre un sol y otro sol,
aun puedo verlas
deslizarse sin rumbo entre la gente,
oír tu voz extinta entre las voces
de gargantas ajenas, en clave indescifrable,
reír tu risa esquiva en otras bocas,
que no tienen tus labios ni tu lengua
agridulce y salada,
y ver tu piel de aceite entre las pieles
de los hombres del sur, dátil y bronce,
olivo y oro, áspero tronco de ciprés
solitario y ausente, con la ronca
melancolía de los cementerios,
presos de la memoria cultivada
que no quiere olvidar lo que le duele.

¿Donde estarás ahora sin la huella
que ayer dejaste atrás, en el olvido?
¿Donde abrirás tus ojos como hiedra
escalando paredes de altas torres
y ventanas abiertas sobre verdes jardines?
¿Donde tu boca duende y los colmillos
que rompieron la piel y la armadura?
¿Donde el hueso, la taba protegida
de la flecha oxidada del viejo amor?
¿Donde las cicatrices vestidas de coraza?
¿Donde tú? ¿Donde yo? Jamás nosotros.
Apenas huidizos contrincantes
de una noche tan negra como un lobo
y una mañana blanca como un oso de nieve

Se pudieron
borrar los gritos, la pasión, el éxtasis
feroz bajo las sábanas, sobre la piel,
en las entrañas rotas de dos cuerpos sin nombre.
Veloces se olvidaron
las palabras de amor y las mentiras
que nadie pronunció. Pero la huella
de los pasos perdidos en la noche
se quedó en el asfalto, dibujada
en las aceras grises,
en las paredes de hormigón,
en las hojas dormidas de los setos,
como un rastro de luces más allá de la luz.

Negra es la sangre y albinos los rizos
del desgraciado, roto en mil heridas
víctima de sí mismo y aun verdugo
que llora mientras rompe cuanto ama
por castigar sus sueños, los lejanos
hijos del rosicler y las alondras,
cadáveres amados que se pudren
sobre la tierra parda, bajo el ojo
dorado y vigilante de un búho tuerto.

Pero queda la huella, la invisible, la herida
luminosa.

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