29 abril 2007

BAJO EL BALCÓN


Bajo el balcón

en la silla de enea se ha sentado el tiempo
y no mueven un pétalo los copos de azahar
de aquel naranjo verde que hace guardia en la puerta.

Todo se quedó quieto una tarde de Marzo
-¿o fue tal vez Noviembre?-
Olvidé el mes, y no he sabido nunca
cuando borda sus flores el naranjo.

Pero no importa el nombre.
Pudo ser cualquier mes,
cualquier hora o minuto indefinido
de una tarde con sol.

El caso es que el tiempo se ha sentado
en la silla de enea, bajo nuestro balcón,
y es presente el pasado, y el futuro, y la muerte,
porque nada se mueve más allá o más acá
de la hora difusa en que dije: "Te amo"

Y fue verdad.

ÍTACA


Ítaca soy, la isla que se extiende
al borde de los sueños, como un faro,
la luz en las tinieblas del presente,
el recuerdo del reino abandonado

Ítaca, el ansia de regresar siempre
a la raíz de todo, ahora más sabio,
y comenzar de nuevo desde cero,
para alcanzar estrellas con las manos

Pero alcanzado el puerto es como todos,
casas blancas de cal, bancos de arena,
plazas abiertas, calles con despojos

descubrirás que estoy en otra parte,
de nuevo lejos, añorada y bella,
y es el viaje tu mejor tesoro.



LAS TARDES, NUESTRAS TARDES

Algunas veces las tardes
visten de convictas,
una bata de algodón plomizo,
entre barrotes de aguacero.
Quietas, calladas,
tristes.
Viejas rendidas en el sol frío
que no calienta sus vencidos huesos.
Medio ciegas, completamente sordas
ajenas al llanto de quien les es ajeno,
ajenas a la alegría de los otros,
los que viven sin rejas,
donde la lluvia es dulce
y entibia el sol la piel a lametones.

Esas tardes podridas,
huecas como los huecos
tocones de los álamos,
color de polvoriento hueso,
mohosas y de párpados caídos,
tienen su propio grito:
gimen con voz de viento
crujiendo en las bisagras,
borboteando en las pilas
de piedra de los lavaderos.
Se les ha roto el cascabel dorado,
el farolillo chico que albergaba la luz
y lloran por su ausencia detrás de las paredes,
donde no puedes verlas.

Castigadas tardes-víctima
que cumplen su condena sin remedio,
sin nadie que desee visitarlas,
discurrir por sus horas,
enredar sus segundos en saetas
y dispararlas hacia el horizonte.
Esas, las tardes en que olvidas que olvido
en los mil agujeros del cedazo
que una vez fuimos parte de un sueño de colores
y ahora somos tan solo dos grises enemigos
sin más batallas por librar
que cruzar una puerta hacia la ausencia.

Desde aquí, en mi butaca, las contemplo
recorrer lentamente la distancia,
la milla verde hacia su sacrificio,
su condena de tiempo, inapelable.
Y mueren en la orilla
de una inyección letal de sol poniente,
de ocaso repetido.
Ya no son sino historias olvidadas.
Horas en un capazo desfondado.

Las tardes, nuestras tardes, las que amábamos.


EBRIA

Baste decir que el mar no para quieto,
que se mueve la sal, que el horizonte
nunca es el mismo aunque lo parezca.

Baste decir que hoy la ebriedad me gana,
que es mucho el vino y más la cierta
locura que me envuelve en estas horas

Baste decir que así soy yo contigo,
sin dejarte morir, como si nada
pudiera arrebatarte de mis brazos
anestesiados con flores secas y
alcohol de retsina,
hierbajos amarillos requemados,
mediterránea
ginesta en flor humedecida y turbia.

Ebria. Esa es la sola forma que conozco
de transitar la hora irremediable.

Ebria. No importa cuanto ni de qué,
si de vino, de amor o de otras hierbas.

Ebria. Para que no me duela el pensamiento
amortiguado en un colchón de plumas,
mareada y esquiva la conciencia,
dormido el sentimiento y los pulpejos
de los dedos que ayer te acariciaban.

Ni conozco otro modo ni lo busco
más allá de pasar adormecida
de puntillas al alba de tu muerte
entre las manecillas de las horas.

Así es como comprendo que en el fondo
de una botella se encierre el olvido.

Pero el alcohol se esfuma
y queda el duelo.

HUELLA


Se quedaron las huellas
dibujando caminos sobre la piel de piedra,
senderos invisibles
en fingidos jardines de baldosas,
el eco de un tacón, la silueta
de sombras en la sombra de la noche,
allí donde moría
el polvo y la ceniza de mil cuerpos
extraños a sí mismos entre extraños.

Cuando regreso
a la senda que antaño fuera nuestra
en la frágil burbuja de unas horas
entre un sol y otro sol,
aun puedo verlas
deslizarse sin rumbo entre la gente,
oír tu voz extinta entre las voces
de gargantas ajenas, en clave indescifrable,
reír tu risa esquiva en otras bocas,
que no tienen tus labios ni tu lengua
agridulce y salada,
y ver tu piel de aceite entre las pieles
de los hombres del sur, dátil y bronce,
olivo y oro, áspero tronco de ciprés
solitario y ausente, con la ronca
melancolía de los cementerios,
presos de la memoria cultivada
que no quiere olvidar lo que le duele.

¿Donde estarás ahora sin la huella
que ayer dejaste atrás, en el olvido?
¿Donde abrirás tus ojos como hiedra
escalando paredes de altas torres
y ventanas abiertas sobre verdes jardines?
¿Donde tu boca duende y los colmillos
que rompieron la piel y la armadura?
¿Donde el hueso, la taba protegida
de la flecha oxidada del viejo amor?
¿Donde las cicatrices vestidas de coraza?
¿Donde tú? ¿Donde yo? Jamás nosotros.
Apenas huidizos contrincantes
de una noche tan negra como un lobo
y una mañana blanca como un oso de nieve

Se pudieron
borrar los gritos, la pasión, el éxtasis
feroz bajo las sábanas, sobre la piel,
en las entrañas rotas de dos cuerpos sin nombre.
Veloces se olvidaron
las palabras de amor y las mentiras
que nadie pronunció. Pero la huella
de los pasos perdidos en la noche
se quedó en el asfalto, dibujada
en las aceras grises,
en las paredes de hormigón,
en las hojas dormidas de los setos,
como un rastro de luces más allá de la luz.

Negra es la sangre y albinos los rizos
del desgraciado, roto en mil heridas
víctima de sí mismo y aun verdugo
que llora mientras rompe cuanto ama
por castigar sus sueños, los lejanos
hijos del rosicler y las alondras,
cadáveres amados que se pudren
sobre la tierra parda, bajo el ojo
dorado y vigilante de un búho tuerto.

Pero queda la huella, la invisible, la herida
luminosa.

SOBRE LA CIMA

De pie, tu cuerpo erguido
pintado en sol y sombras, acebrado
vivaz,
como un verde lagarto entre las piedras
busca la umbría
el cobijo de una gruta carnal
el hueco salvo
el sueño que se sueña con los ojos abiertos

Luz dentada, reidora,
mordiendo las esquinas de los cuerpos
buceando
misterios empapados en sal y rubio aceite
incendiando volcanes, sacudiendo tormentas
espantando
los huesos de los muertos, blanqueados
de olvido y de ceniza

De pie, tu cuerpo erguido,
mesana de un navío sin fantasmas
donde
mi cuerpo fuese bandera ondeante,
la vela roja como la sangre, hierro y fuego,
lienzo
de carne sobre carne viva

En la cima del mundo
contra el viento feroz y la marea
roedora de piedras, rutinaria,
tú y yo somos un faro que se enciende.

ATRÁS QUEDA LA NOCHE


Atrás queda la noche con su sábana oscura,
un sudario enlutado, desgarradas cortinas
que se mecen al viento de un olvido que crece
anidado en las ramas del árbol del recuerdo

La luz de las farolas aletea un instante
para luego perderse en las alcantarillas
hurgando en la osamenta del pasado ya muerto,
rumbo al hierro escondido debajo de las lenguas
y se apagan los ojos
y se encienden las voces.

Otra luz amanece, otra boca se abre
palpitando, mordiendo manzanas tentadoras,
oro rojo que mana la pulpa de saliva
de sangre como lava volcánica
espesa como tallos de vid en las paredes
de los cuerpos que habitan rincones luminosos
y caminos en sombras
Otra música nueva para bañar las nubes
para quemar la hoguera
para enterrar las piedras
para aventar el aire
con una sola nota colgada de un columpio
arracada pirata prendida de tu oreja
caracola menuda enredada en las algas

Atrás queda la noche y su larga venganza
en la espada del día derrotada y sangrante
atrás
aunque se intuye que tal vez resucite
como un Lázaro exhausto después de los tres días
del luto reversible.

Pero ahora se ha muerto suicidada de vida
y he secado mis lágrimas en su parda mortaja